jueves, 10 de marzo de 2011

¿Por qué filosofar? (Jean-François Lyotard, 1964 - Fragmentos)


                                                        ¿Por qué desear?
Jean F. Lyotard
Es una costumbre de los filósofos iniciar su enseñanza mediante la pregunta ¿qué es la filosofía? Año tras año, en todos los lugares donde se enseña, los responsables de la filosofía se preguntan: ¿dónde se halla?, ¿qué es? La lección inaugural de los filósofos, que se repite una y otra vez, tiene cierta semejanza con un acto fallido. La filosofía se falla a sí misma, no funciona, vamos en su búsqueda a partir de cero, la olvidamos sin cesar, olvidamos dónde está. Aparece y desaparece: se oculta. Un acto fallido es también la ocultación de un objeto o de una situación para la conciencia, una interrupción en la trama de la vida cotidiana, una discontinuidad.
 
Al preguntarnos no «¿qué es la filosofía?», sino «¿por qué filosofar?», colocamos el acento sobre la discontinuidad de la filosofía consigo misma, sobre la posibilidad para la filosofía de estar ausente. Para la mayoría de la gente, para la mayoría de ustedes, la filosofía está ausente de sus preocupaciones, de sus estudios, de su vida. Incluso para el mismo filósofo, si tiene necesidad de ser continuamente recordada, restablecida, es porque se hunde, porque se le escapa entre los dedos, porque se sumerge. ¿Por qué pues filosofar en vez de no filosofar? El adverbio interrogativo por qué designa, al menos mediante la palabra por de la que está formado, numerosos matices de complemento o de atributo: pero esos matices se precipitan todos en el mismo agujero, el abierto por el valor inte- rrogativo del adverbio. Este dota a la cosa cuestionada de una posición admirable, a saber, que podría no ser lo que es o, sencillamente, no ser. «Por qué» lleva en sí mismo la destrucción de lo que cuestiona. En esta pregunta se admiten a la vez la presencia real de la cosa interrogada (tomamos la filosofía como un hecho, una realidad) y su ausencia posible, se dan a la vez la vida y la muerte de la filosofía, se la tiene y no se la tiene. Pero el secreto de la existencia de la filosofía pudiera estribar precisamente en esta situación contradictoria, contrastada. Para entender mejor esta relación eventual entre el acto de filosofar y la estructura presencia-ausencia, conviene examinar, aunque sea rápidamente, qué es el deseo; porque en la filosofía hay philein (philo, amar en griego), y el que está enamorado, desea. Respecto del deseo quisiera indicarles solamente dos temas: 

1. Hemos adquirido la costumbre de examinar un problema como el del deseo bajo el ángulo del sujeto y del objeto, de la dualidad entre quien desea y lo deseado; hasta el punto de que la cuestión del deseo se convierte fácilmente en la de saber si es lo deseable lo que suscita el deseo o, por el contrario, el deseo es el que crea lo deseable, si uno se enamora de una mujer porque ella es amable, o si es amable porque uno se ha enamorado de ella. El deseo no pone en relación una causa y un efecto, sean cuales fueren, sino que es el movimiento de algo que va hacia lo otro como hacia lo que le falta a sí mismo. Eso quiere decir que lo otro (el objeto deseado) está presente en quien desea, y lo está en forma de ausencia. Quien desea ya tiene lo que le falta, de otro modo no lo desearía, y no lo tiene, no lo conoce, puesto que de otro modo tampoco lo desearía. Si se vuelve a los conceptos de sujeto y de objeto, el movimiento del deseo hace aparecer el supuesto objeto como algo que ya está ahí, en el deseo, sin estar, no obstante, «en carne y hueso», y el supuesto sujeto como algo indefinido, inacabado, que tiene necesidad del otro para determinarse, complementarse, que está determinado por el otro, por la ausencia. Así, pues, por ambas partes existe la misma estructura contradictoria, pero simétrica: en el «sujeto», la ausencia del deseo (su carencia) en el centro de su propia presencia, del no-ser en el ser que desea; y en el «objeto» una presencia, la presencia del que desea (el recuerdo, la esperanza) sobre un fondo de ausencia, porque el objeto está allí como deseado, por lo tanto como poseído.
 
2. De ahí se desprende nuestro segundo tema. Lo esencial del deseo estriba en esta estructura que combina la presencia y la ausencia. La combinación no es accidental: existe el deseo en la medida que lo presente está ausente a sí mismo, o lo ausente presente. De hecho el deseo está provocado, establecido por la ausencia de la presencia, o a la inversa; algo que está ahí no está y quiere estar, quiere coincidir consigo mismo, realizarse, y el deseo no es más que esta fuerza que mantiene juntas, sin confundirlas, la presencia y la ausencia.
 
Poros y Penia
Platón (en el Banquete) describió así el nacimiento del amor, “Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar —pues aún no existía el vino—, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, impulsada por su carencia de recursos, planea hacerse hacer un hijo por Poros. Se acuesta a su lado y fue así como concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza, un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo, pues, hijo de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre al raso y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y un sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico”.
Afrodita
Fijémonos al menos en esto: Primero, el tema según el cual Eros es engendrado el mismo día en que Afrodita (la Belleza) su objeto en definitiva, viene al mundo; hay una especie de co-nacimiento del deseo y de lo deseable. Después, esta idea de que la naturaleza de Eros es doble; no es dios, no es hombre, participa de la divinidad por parte de su padre, que se sentaba a la mesa de los dioses y estaba henchido por la borrachera divina del néctar, es mortal por parte de su madre, que mendiga, que no se basta a sí misma. Así pues es vida y muerte, y Platón insiste en la alternancia de la vida y de la muerte en la vida de Eros. Es como el ave fénix, “si muere una tarde, a la mañana siguiente resurge de sus cenizas”. Se puede ir incluso un poco más lejos: el deseo, por ser indigente, tiene que ser ingenioso, mientras que sus hallazgos terminan siempre por fracasar. Eso quiere decir que Eros continúa bajo la ley de la Muerte, de la Pobreza, tiene permanentemente necesidad de escapar de ella, de rehacer su vida, precisamente porque lleva la muerte en sí mismo. Finalmente el deseo es hombre y mujer a la vez que vida y muerte. Eso quiere decir que en el texto de Platón la pareja de opuestos vida-muerte se identifica, al menos en cierto modo, con la pareja de opuestos macho-hembra. El padre de Eros simboliza lo que en el deseo acerca el amor a su objeto, su encuentro, mientras que su madre, la pobreza, encarna lo que los mantiene separados. 

¿Es necesario que nos preguntemos qué hay que entender por deseo, y de qué hablamos cuando hablamos de él? Ya habrán comprendido ustedes que es preciso que nos libremos de la idea corriente, heredada, de que haya una esfera del Eros, de la sexualidad, aparte de las demás. Según ella, tenemos una vida afectiva con sus problemas específicos, una vida económica con los suyos, una vida intelectual consagrada a cuestiones especulativas, etc. Evidentemente esta idea no sale de la nada. Intentaremos explicarnos al respecto más adelante.  

Para seguir con nuestro tema, que es el de la relación del deseo con el contraste entre atracción y repulsión, podríamos ilustrarlo con numerosos ejemplos. Es Eros en tanto que hijo de Pobreza, el peso de la muerte en el deseo; es el paroxismo de la separación, la separación que crea una determinación particular del deseo que es el duelo; pero no suprime el deseo, puesto que los celos continúan infundiendo la sospecha hacia aquello que ha muerto. Quedémonos en un tema, al que los más historiadores de entre ustedes pueden ser sensibles, el tema según el cual la historia y la sociedad contienen también la alternativa de la atracción y de la repulsa y que, por lo tanto, muestran la evidencia del deseo. No sería demasiado aventurado leer la historia de Occidente como el movimiento contradictorio en el cual la multiplicidad de las unidades sociales (de los individuos, o de los grupos, por ejemplo de las clases sociales) busca y falla su reunión consigo misma. Esta historia está marcada hasta el día de hoy por la alternativa, tanto dentro de las sociedades como entre ellas, de la dispersión y de la unificación, y esta alternativa es completamente homóloga a la del deseo. Así como Eros necesita todo el ingenio que ha heredado de los dioses a través de su padre para no caer en la indigencia, así también, puesto que la civilización está amenazada de muerte, es decir de indigencia de valores, y la sociedad está amenazada de discontinuidad, de interrupción de la comunicación entre sus partes, nada hay definitivamente logrado y tanto la una como la otra tienen una permanente necesidad de ser reconquistadas, de juntarse en ese impulso que, como dice Diotima del hijo de Poros, “avanza con todas sus fuerzas sin reparar en obstáculos”. En tanto que nosotros también vivimos sobre un fondo de muerte y pertenecemos también al deseo. Debe quedar claro pues que por la palabra deseo entendemos la relación que simultáneamente une y separa sus términos, los hace estar el uno en el otro y a la vez el uno fuera del otro.
 
Platón
Creo que ahora podemos volvernos hacia la filosofía y comprender mejor de qué modo ella es philein, amor, probando en ella las dos características que hemos distinguido hablando del deseo. Al final del Banquete, Alcibíades, ebrio (y como él mismo afirma: la verdad está en el vino), hace el elogio de Sócrates, convencido de que Sócrates está enamorado de él, puesto que al filósofo se le ve buscar asiduamente la compañía de bellos jóvenes, decide ofrecerle la ocasión de sucumbir; y Sócrates, frente a esta ocasión, le explica su situación del modo siguiente: “en fin tú has creído encontrar en mí una belleza más extraordinaria aún que la tuya, de otro orden, oculta, espiritual; y tú quieres intercambiarla, tú quieres darme tu belleza para tener la mía; eso sería un buen negocio para ti, si al menos yo poseyera realmente esa belleza oculta que tú sospechas; sólo que no es seguro; debemos reflexionar juntos”. Alcibíades cree entender que Sócrates acepta el trato, tiende sobre él un manto y se desliza junto a él. Pero en toda la noche no pasa nada, cuenta Alcibíades, ¡nada que no hubiera pasado “de haber dormido con mi padre o con un hermano mayor”. Y Alcibíades añade: “El resultado es que no había manera de enfadarme y dejar de frecuentarle, ni de descubrir de qué modo podría conducirle hacia mi propósito ¿...) No encontraba una salida, yo era su esclavo como nunca nadie lo ha sido de alguien, no hacía más que girar en torno a él como un satélite”. Mediante este relato Alcibíades nos describe un juego, el juego del deseo, y nos revela con una maravillosa inocencia la posición del filósofo en este juego. Examinémoslo un poco más detenidamente. Alcibíades cree a Sócrates enamorado de él, pero él desea lograr que Sócrates lediga absolutamente todo lo que sabe”. Alcibíades propone un intercambio: él concederá sus favores a Sócrates, Sócrates responderá dándole a cambio su sabiduría. Asediado por esta estrategia, ¿qué puede hacer Sócrates? Busca el modo de neutralizarla, y, tal como veremos, la respuesta queda bastante ambigua. Sócrates no rehúsa la proposición de Alcibíades, no refuta su argumentación. Ninguna burla respecto a la hipótesis, necesariamente un poco presuntuosa, de que Sócrates está enamorado de Alcibíades; ninguna indignación ante la propuesta de un intercambio; apenas una pizca de ironía sobre el “sentido de los negocios” de Alcibíades. Lo que hace Sócrates, ni más ni menos, es poner en tela de juicio este “negocio redondo”, y preguntarse en voz alta dónde está la ganancia: eso es todo. Alcibíades quiere cambiar lo visible, su belleza, por lo invisible, la sabiduría de Sócrates. Al hacer esto corre un enorme riesgo: porque puede suceder que, si no hay sabiduría, no obtenga nada a cambio de sus favores. Este negocio redondo es una apuesta, una dura pérdida. ¡Es arriesgado!
 
Como ven, es como si Sócrates tomase las cartas de Alcibíades después de haber enseñado las suyas y le mostrase que esas cartas no le permiten ganar con seguridad, que la situación no es la de una compra al contado, sino la de una compra a crédito en la que el deudor, Sócrates en este caso, no es solvente a ciencia cierta. Sócrates ha mostrado su juego, pero resulta que él “no tiene juego”. Respecto de la estrategia de Alcibíades, ya no puede suceder nada, puesto que esta estrategia se basa en el intercambio de la belleza por la sabiduría, y Sócrates declara no estar seguro de poder corresponder. Pero Alcibíades interpreta esta declaración como un regateo, por ello reitera, esta vez mediante gestos en vez de palabras, su primera propuesta. Pero bajo el manto no encuentra un amante, sino, como él mismo dice, ¡un padre! Sócrates permanece pues a la expectativa y Alcibíades queda en el error.  Alcibíades permanece en el error hasta el final de su relato, cuando interpreta de nuevo la actitud de Sócrates como una estrategia superior a la suya; él quería conquistar al filósofo y es conquistado; dominarle (puesto que así poseería su propia belleza y la sabiduría obtenida de Sócrates), pero finalmente él es su esclavo. Sócrates ha sido más astuto que él, le ha pillado; los papeles que Alcibíades atribuía a Sócrates y a sí mismo al comienzo de la partida se han invertido: el amante ya no es Sócrates, es Alcibíades. Incluso se puede decir que al presentar la historia de esta manera ante Sócrates, precisamente cuando está tumbado a su lado como sucede en la noche de la que nos habla, no hace sino repetir el mismo desvarío que le empujó a hacer su primera propuesta. Va un poco más lejos, pero persiste en la misma estrategia; quiere convencer a Sócrates de que está totalmente vencido, sin defensa, y por consiguiente sin peligro, y que ciertamente esta vez Sócrates no tiene por qué temer, o, si prefieren, de que tiene todas las de ganar haciendo el intercambio. Es como el mercader de alfombras que corre tras el comprador obstinado en su oferta de 50.000 para decirle: tened, os la regalo por 55.000. Pero esta comparación que aflora espontáneamente nos obliga a reflexionar: ¿es de verdad un error, un desvarío, por parte de Alcibíades? ¿No se trata más bien de que Alcibíades, al insistir en la actitud inicial, trata de desbaratar el juego socrático? A fin de cuentas, el esclavo es el amo del amo (Hegel). Y la mejor jugada de la pasión consiste en que, si no puede obtener quitando, está dispuesta a conquistar dándose. De hecho Alcibíades juega su juego, y, a su manera, lo hace bien, porque, finalmente, Sócrates fracasa: no ha sido capaz de que Alcibíades acabe aceptando la neutralización que le proponía.
 
Para Sócrates la neutralización de la lógica de Alcibíades es el único objetivo perseguido; porque esta neutralización, si tiene éxito, significaría que Alcibíades ha comprendido que la sabiduría no puede ser objeto de intercambio, no porque sea demasiado preciosa para encontrarle una contrapartida, sino porque jamás está segura de sí misma, constantemente perdida y constantemente por buscar, presencia de una ausencia, y sobre todo porque ella es conciencia del intercambio, intercambio consciente, conciencia de que no hay objeto, sino únicamente intercambio. Sócrates intenta provocar esta reflexión suspendiendo la lógica de Alcibíades que admite la sabiduría como un haber, como una cosa, una res. Pero no puede romper ahí el diálogo, retirarse de la comunidad y del juego, porque necesita que esta ausencia sea reconocida por otros. Sócrates sabe muy bien que tener razón él solo contra todos no es tener razón, sino estar equivocado, estar loco. Al abrir su propio vacío, su propia vacancia ante la ofensiva de Alcibíades, quiere abrir en él el mismo vacío; al decir a sus acusadores que toda su sabiduría consiste en saber que no sabe nada, insiste en provocar la reflexión. Les obliga a pensar que verdaderamente no tenía nada que perder, que él no tenía nada en juego. Lo que quiere el filósofo no es que los deseos sean convencidos y vencidos, sino que sean examinados y reflexionados. Diciendo que sabe que no sabe nada, mientras que los demás no saben y creen saber y tener, y muriendo por ello, quiere dar testimonio de que hay en la petición. En vez de buscar la sabiduría, lo que sería una locura, le valdría más a Alcibíades (y a ustedes, y a mí) buscar por qué busca. Filosofar no es desear la sabiduría, es desear el deseo. Por eso el camino en que se encuentra Alcibíades desorientado no conduce a ninguna parte. Eso no significa que Sócrates no estuviera enamorado; ya se lo he dicho a ustedes, ni una vez niega que la belleza de Alcibíades sea deseable. No preconiza en modo alguno el desprendimiento de las pasiones, la abstinencia, la abstracción lejos del siglo. Por el contrario, hay amor en la filosofía, es su Recurso, su Expediente. Pero la filosofía está en el amor como en su Pobreza.
 
La filosofía no tiene deseos particulares, no es una especulación sobre un tema o en una materia determinada. La filosofía tiene las mismas pasiones que todo el mundo, es la hija de su tiempo, como dice Hegel. Pero creo que estaríamos más de acuerdo con todo esto si dijéramos primero: es el deseo el que tiene a la filosofía como tiene cualquier otra cosa. El filósofo no es un sujeto que se despierta y se dice: se han olvidado de pensar en Dios, en la historia, en el espacio, o en el ser; ¡tendré que ocuparme de ello! Semejante situación significaría que el filósofo es el inventor de sus problemas, y si fuera cierto nadie se reconocería ni encontraría valor en lo que dice. Ahora bien, incluso si la ilación entre el discurso filosófico y lo que sucede en el mundo desde hace siglos no se ve inmediatamente, todos sabemos que la ironía socrática, el diálogo platónico, la meditación cartesiana, la crítica kantiana, la dialéctica hegeliana, el movimiento marxista no han cesado de determinar nuestro destino y ahí están, unas junto a otras, en gruesas capas, en el subsuelo de nuestra cultura presente, y sabiendo que cada una de esas modalidades de la palabra filosófica ha representado un momento en que el Occidente buscaba decirse y comprenderse en su discurso; sabemos que esta palabra sobre sí misma, esta distancia consigo misma no es superflua, sobreañadida, secundaria con respecto a la civilización de Occidente, sino que, por el contrario, constituye el núcleo, la diferencia; después de todo sabemos que estas filosofías pasadas no están abolidas, ya que seguimos oyéndolas y contestándolas. Los filósofos no inventan sus problemas, no están locos, al menos en el sentido de que hablan. Quizá lo sean —pero entonces no más que cualquiera— en el sentido de que una voluntad les traspasa, están poseídos, habitados por el sí y el no. Es el movimiento del deseo el que, una vez más, mantiene unido lo separado o separado lo unido; éste es el movimiento que atraviesa la filosofía y sólo abriéndose a él y para abrirse a él se filosofa. Se puede ceder a este movimiento por vías de acceso muy diversas: se puede ser sensible al hecho de que dos y dos son cuatro, que un hombre y una mujer forman una pareja, que una multitud de individuos constituyen una sociedad, que innumerables instantes constituyen una duración, que una sucesión de palabras tienen un sentido o que una serie de conductas conforman una vida, y al mismo tiempo estar convencido de que ninguno de esos resultados es definitivo, que la unidad de la pareja o del tiempo, de la palabra o del número permanece inmersa en los elementos que la forman y pendiente de su destino. En una palabra, el filosofar puede precipitarse sobre nosotros desde la cumbre más insospechada de la rosa de los vientos.
 
No hay pues un deseo propio del filósofo; Alain decía: «Para la filosofía cualquier materia es buena, con tal que sea extraña»; pero hay una forma de encontrar el deseo propio del filósofo. Ya conocemos esa particularidad: con la filosofía el deseo se desvía, se desdobla, se desea. Y entonces se plantea la cuestión de por qué desear, ¿por qué lo que es dos tiende a hacerse uno, y por qué lo que es uno tiene necesidad del otro? ¿Por qué la unidad se expande en la multiplicidad y por qué la multiplicidad depende de la unidad? ¿Por qué la unidad se da siempre en la separación? ¿Por qué no existe la unidad a secas, la unidad inmediata, sino siempre la mediación del uno a través del otro? ¿Por qué la oposición que une y separa a la vez es la dueña y señora de todo?  Por eso la respuesta a “¿por qué filosofar?” se halla en la pregunta insoslayable ¿por qué desear? El deseo que conforma la filosofía no es menos irreprimible que cualquier otro deseo, pero se amplía y se interroga en su mismo movimiento. Además la filosofía no se atiene sino a la realidad en su integración por las cosas; y me parece que esta inmanencia del filosofar en el deseo se manifiesta desde el origen de la palabra si nos atenemos a la raíz del término sophia: la raíz soph (idéntica a la raíz del latín sap, supere/saber, y del francés savoir/saborear). Sophon es el que sabe saborear; pero saborear supone tanto la degustación de la cosa como su distanciamiento; uno se deja penetrar por la cosa, se mezcla con ella, y a la vez se la mantiene separada, para poder hablar de ella, juzgarla. Se la mantiene en ese fuera del interior que es la boca (que también es el lugar de la palabra). Filosofar es obedecer plenamente al movimiento del deseo, estar comprendido en él e intentar comprenderlo a la vez sin salir de su cauce. Así pues, no es casual que la primera filosofía griega, aquellos a quienes curiosamente llamamos los presocráticos —del mismo modo que a los toltecas, a los aztecas y a los incas los llamamos precolombinos—, como si Sócrates hubiera descubierto el continente filosófico y como si hubiéramos reparado en que ese continente ya estaba ocupado por ideas llenas de vigor y de grandiosidad no es una casualidad el que esta primerísima filosofía esté obsesionada por la cuestión del uno y de lo múltiple y a la vez por el problema del Logos, de la palabra, que es el de la reflexión del deseo sobre sí mismo: y es que filosofar es dejarse llevar por el deseo, pero recogiéndolo, y esta recogida corre pareja con la palabra. Hoy por hoy, si se nos pregunta por qué filosofar, siempre podremos responder haciendo una nueva pregunta: ¿por qué desear? ¿Por qué existe por doquier el movimiento de lo uno que busca lo otro? Y siempre podremos decir, a falta de respuesta mejor: filosofamos porque queremos, porque nos apetece.

 
El origen de la Filosofía

En una obra de juventud, Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling, Hegel escribe: “Cuando la fuerza de la unificación desaparece de la vida de los hombres, cuando las oposiciones han perdido su relación y su interacción activas y han adquirido la autonomía, aparece entonces la necesidad de la filosofía”. He aquí una respuesta clara a nuestra pregunta: ¿por qué filosofar? Hay que filosofar porque se ha perdido la unidad. El origen de la filosofía es la pérdida del uno, la muerte del sentido. Pero, ¿por qué se ha perdido la unidad? ¿Por qué los contrarios se han hecho autónomos? ¿Cómo es que la humanidad, que vivía en la unidad, para quien el mundo y ella misma tenían un sentido, eran significantes, como dice Hegel en el mismo pasaje, ha podido perder este sentido? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde, cuándo, cómo, por qué? Comenzaremos volviendo a la cita de Hegel para entenderla mejor: ella manifiesta claramente que la filosofía nace a la vez que algo muere. Este algo es el poder de unificar. Este poder unificaba las oposiciones que, sometidas a él, estaban en relación e interacción viva. Cuando este poder languidece, la vida de la relación y de la interacción va hacia su ocaso y lo que estaba unido se hace autónomo, es decir, ya no acepta más ley ni más posición que la suya. Donde reinaba una ley única que gobernaba los contrarios, predomina ahora una multiplicidad de órdenes separadas, un desorden. La filosofía nace en el luto de la unidad, en la separación y la incoherencia. Así pues, ¿de qué unidad o de qué poder de unificación habla Hegel? O bien —lo que viene a ser lo mismo—, ¿cuáles son los contrarios, las oposiciones cuya escisión, cuya duplicación coincide con la llegada de la filosofía? He aquí lo que dice Hegel en el mismo pasaje: “Las oposiciones que bajo la forma de espíritu y de materia, de alma y de cuerpo, de fe y de entendimiento, de libertad y de necesidad, etc., y de otras muchas formas en círculos más restringidos eran antaño significantes y sostenían todo el peso de los intereses humanos”. Detengámonos aquí un momento y volvamos a esta enumeración. 

Las oposiciones que antaño eran significantes “sostenían, pegado a ellas, todo el peso de los intereses humanos”, dice Hegel. ¿Qué significan esos intereses? ¿Cómo pende su peso sobre las oposiciones? Eso quiere decir que lo que interesa a los hombres, lo que se encuentra pues entre ellos, lo que los une unos a otros y que a la vez une su vida a sí misma, eso, ese interés, pendía con todo su peso de estas oposiciones, estaba suspendido de ellas. Un interés, es decir una relación que pende de contrarios, de lo opuesto, hace de esos contrarios una pareja. En la pareja se da la unidad de la separación y de la unión. Esta unidad es una unidad viva, ya que no cesa de tener que hacerse pese a los términos que une, puesto que esos términos se contrarían, y de hacerse según su capricho, puesto que son sus elementos, lo que la compone. La pareja, en el sentido corriente de una unidad de esos dos contrarios que son el hombre y la mujer, nos proporciona sin duda una ilustración inmediata de esos contrarios, la ilustración de una de esas “otras muchas formas” en que las oposiciones pueden ser significantes “en círculos más restringidos”, como dice Hegel. El adulto y el niño ofrecen el mismo interés, lo mismo que el día y la noche, el invierno y el verano, el sol y la lluvia, la vida y la muerte: otros tantos círculos restringidos de los cuales pende efectivamente el interés humano. Pero los contrarios que cita Hegel no son ésos, son «el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo, etcétera», no son inmediatos, no pertenecen a círculos restringidos. Ya los conocemos: esas oposiciones significantes son filosóficas, son reflejas. La pareja formada por la fe y el entendimiento, por ejemplo, es la expresión especulativa del interés humano en la cristiandad, de san Agustín a santo Tomás, y puede que hasta Kant, pasando por san Anselmo; es la conjunción y el desmembramiento del pensamiento cristiano y de la vida cristiana entre lo dado, que dimana del amor, y lo que puede conquistarse en el orden de la razón, entre el misterio y las luces. Pero si estas expresiones de la oposición entre los términos son ya filosóficas, ¿nos encontramos ya en la separación, en el luto de la unidad de los contrarios? ¿Cómo pueden darse pues simultáneamente la tesis de que la filosofía nace con semejante separación y la tesis de que el poder de unificación gobierna aún oposiciones que la filosofía considera temas?
 
Terminemos de entender la frase de Hegel y estarán ustedes de acuerdo en que esa frase afirma dos cosas aparentemente incompatibles: “Las oposiciones que antaño eran significantes (en forma de parejas espíritu-materia, etc.) han pasado, con el progreso de la cultura, a la forma de oposiciones entre razón y sensibilidad, inteligencia y naturaleza —es decir con respecto al concepto universal—, entre subjetividad absoluta y objetividad absoluta”. ¿Será menester pues disociar la filosofía de la, tal como hemos dicho? ¿O habrá que comprender más bien que la escisión con la cual aparece el deseo de filosofar no quiere decir simplemente la consiguiente separación dé los términos, sino que esta escisión mantiene en sí misma, bajo una forma nueva, la unidad que ella misma destruye? He ahí un enigma.  Pese a todo, quizá podamos encontrarle una respuesta situándonos al margen de la filosofía para comprender qué ocurre, en el pensamiento occidental primitivo, con la cuestión de lo uno y de lo múltiple, de la cuestión de la unidad de los contrarios. A Heidegger le gusta decir que Occidente es el país donde se pone el sol, la tierra del atardecer. Cuando el sol se esconde, los hombres duermen, el mundo se disipa: dormir es retirarse de las cosas, de los hombres y de uno mismo a un mundo aparte. “Para los despiertos -dice Heráclito en el mismo sentido- hay un mundo único común, mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno particular”. El pensamiento griego, por ser un pensamiento occidental, entra ya en el atardecer; pero es también la mañana del pensamiento, su despertar. Escuchemos pues a Heráclito, Heráclito de Efeso en Jonia, que hablaba a principios del siglo V antes de nuestra era: oiremos e intentaremos retener la más rotunda afirmación de que lo uno está ahí, en lo múltiple, que lo que buscamos lejos está al alcance de la mano, que la razón del mundo no está en ninguna parte más que en el mundo; pero también ahí podremos apreciar la caída de la noche, la amenaza de la muerte, la escisión de la razón y de la realidad. He aquí primeramente dos fragmentos en los que las oposiciones, como dice Hegel, dan testimonio de su unidad: 

Fragmento 8: “Todo sucede según discordia”. 
Fragmento 10: “Acoplamientos: cosas íntegras y no íntegras, convergente divergente, consonante disonante; de todas las cosas una y de una todas las cosas”. 

En otros fragmentos, la fuerza original de la unidad se manifiesta en todo su esplendor, a la vez que el objeto mismo del pensamiento filosófico, se revela como permanencia junto a esta fuerza:
Fragmento 50: Cuando se escucha, no a mí, sino a la razón, es sabio convenir en que todas las cosas son una.
Fragmento 33: Es ley, también, obedecer la voluntad de lo Uno.
Heráclito
Fragmento 53: Guerra es padre de todos, rey de todos: a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres.
Lo uno se llama también la guerra, lo que une se llama también lo que divide.

No podemos aquí adelantarnos más en esta dirección indicada por Heráclito. Volvamos a nuestra pregunta: ¿De qué modo este pensamiento es crepuscular? ¿Cómo la filosofía se anuncia en él, si se entiende por filosofía, con Hegel, lo que crea necesidad cuando las oposiciones pierden fuerza, cuando caemos en la escisión, en la disensión?
 
Lo que nos da una pista a este respecto es el fragmento 54 que nos dice que “la armonía invisible vale más que la visible”; esto significa al menos que la armonía, la unidad, está fuera de nuestra vista, de nuestro alcance. Pero aún más el fragmento 108 que declara con una especie de desencanto redoblado: de cuantos he escuchado discursos, ninguno llega hasta el punto de comprender que lo Sabio es distinto de todas las cosas. Este “distinto de todas las cosas” suena de manera singular en medio de las evocaciones constantes de la presencia de lo uno en lo múltiple, de la identidad profunda de la guerra y de la armonía. ¿Cómo ello, que es lo uno, puede estar separado de todo, cuando todo es uno? Esta unidad separada es como unidad perdida, puesto que está alejada de lo que ella misma une. Y en nuestro fragmento, esta nostalgia que procede de la separación se agrava con un nuevo desencanto: Nadie consigue saber esto, conocer este retiro del sabio. Porque la mayoría viven como si tuvieran una inteligencia particular. Ahora ya podemos entender un poco mejor estos fragmentos: por una parte dicen que no hay que buscar la unidad, dios, si no es en la diversidad, porque ella es la regla, el código; dicen que la dialéctica, es decir la superación de la escisión, el comprender que la unidad de un triángulo no se encuentra en el espíritu (el de dios o el del matemático), sino en la relación de las tres líneas cuya intersección dos a dos lo forman; o que la unidad del mundo no se halla en otro mundo (inteligible, por ejemplo), ni mucho menos en un intelecto que reuniría sus partes, sino en la disposición y la composición (es decir la estructura) de sus elementos; del mismo modo que un período musical halla su unidad en la conjunción, en la cadena de las oposiciones de valor y de duración de las notas que lo componen. Pero estos fragmentos dicen, por otra parte, que esta armonía, que es a la vez la polémica de los elementos entre ellos mismos, ya no se oye ni se expresa, que los hombres ya están soñando, es decir se han retirado al calor de sus mundos separados, y que, finalmente, si es menester atestiguar la unidad, como hace Heráclito, es porque está perdiendo sus testigos, es decir, perdiéndose. Así pues, la pregunta planteada vuelve de nuevo a los labios: ¿Por qué la pérdida de la unidad y la autonomía de los contrarios? ¿Qué ha pasado? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?
 
He aquí unas preguntas tajantes. Pero no hay que dejarse intimidar por su aspereza. Si fuera cierto que la razón, el logos, el uno, se perdió un buen día en el pasado, nosotros ya no sabríamos ni siquiera que la unidad es posible, que hubo una vez unidad, incluso su pérdida se habría perdido, su muerte habría muerto, del mismo modo que un muerto deja de estar muerto, de ser un verdadero difunto, cuando ya no se visita su tumba con ofrendas, cuando ya no hay nadie que pueda recordar su imagen; entonces desaparece su misma desaparición, jamás ha existido. Así pues, si la unidad de la que hablan Hegel y Heráclito fuera algo que ha muerto de esta forma absoluta, hoy ni siquiera podríamos experimentar su ausencia, el deseo, ni podríamos tampoco hablar de ella. Por consiguiente, la forma tajante de nuestra pregunta, ¿por qué se ha perdido la razón, la unidad?, se suaviza inmediatamente ante una materia difícil de manejar. Esta materia es el tiempo, que conserva lo que pierde. La pregunta planteada invita a responder como historiador, en cualquier caso a buscar una respuesta como historiador; por ejemplo a buscar detalladamente qué pudo suceder en Grecia, en la época en que se gestó el nacimiento de la filosofía. Está fuera de toda duda que tenemos mucho que aprender de tal búsqueda: no sólo porque aún no conocemos bien el origen de la filosofía (su origen en el sentido histórico, en el sentido en que el historiador habla del origen, a veces incluso de los orígenes, de la revolución francesa o de la guerra del 14) y esta búsqueda puede enseñárnoslo, sino también porque no podemos dudar ni un instante de que esta actividad singular que se llama filosofar es del mismo signo y comparte la misma suerte que todas las demás actividades, es decir que lleva las señales de su tiempo y de su cultura, que las expresa y las manifiesta a la vez, que es, como la arquitectura, el urbanismo, la política o la música, una parte necesaria de ese todo y necesaria a ese todo que es el mundo griego. Sin embargo, al plantear la cuestión a la manera tajante del historiador se corre el peligro de menoscabarla. Démonos cuenta de que con la pregunta ¿por qué filosofar? no nos planteamos un problema de origen, y eso por dos razones:
 
Ante todo porque lo que nos ocupa no es tanto el nacimiento de la filosofía como la muerte de algo, muerte que está en estrecha relación con el nacimiento. Puede ser interesante, en cuanto historiador, fechar el nacimiento de la filosofía, por ejemplo tomando como origen el instante en que pueda detectarse la primera palabra del más antiguo filósofo conocido (suponiendo que se sepa ya lo que se dice cuando se habla en este caso de «filósofo»). Pero el historiador encontrará sin duda mayor dificultad para determinar la muerte de lo que llamamos la razón o la unidad, para definir qué es lo que se debe llamar razón o unidad; le será muy difícil determinar el momento en que en una sociedad, la sociedad griega de las ciudades de Jonia por ejemplo, las instituciones que regulan las relaciones del hombre con el mundo se aproximan o se alejan lo suficiente —en cualquier caso cambian lo suficiente de magnitud aparente y a un ritmo lo suficientemente sensible— como para que se reflexione sobre ellas, para que se llegue a plantear la cuestión de su razón, para que los hombres se pregunten por qué hacen lo que hacen. No se ha tomada ninguna Bastilla, no ha rodado ninguna cabeza, cosas que permitirían decir: ese día se perdió la razón; y la primera gran pérdida que el historiador puede anotar en el pasivo de Grecia no es la de la unidad o de la razón, es la de Sócrates, que da testimonio, bien al contrario, de que Atenas no quiere o no puede oír la voz mediante la cual la falta de razón se expresa y la emprende contra los hombres y las cosas. Pero sobre todo —y ésta es la segunda razón de que al preguntarnos “¿por qué filosofar?” no nos planteamos un problema de origen en el sentido histórico de la palabra— porque la filosofía responde en este sentido, ya que ella misma tiene o es una historia. Henos aquí de nuevo ante el tema del tiempo.
 
Hay una historia de la filosofía, una historia del deseo para el sabio, para el Uno, como dice Heráclito. Esta historia quiere decir sin duda que hay una sucesión discontinua de pensamientos o de palabras que buscan la unidad: de Descartes a Kant las palabras cambian, y por lo tanto también los significados, el pensamiento que circula en las palabras y las mantiene juntas. Un filósofo no es el heredero de un patrimonio al que intenta hacer fructificar. Pero sondea e interroga la manera de preguntar y de responder de sus predecesores, en la que él ha sido educado, «cultivado» como suele decirse. Ya lo he dicho, cada vez partimos de cero, porque cada vez hemos perdido el objeto de nuestro deseo. Debemos volver, por ejemplo, sobre el mensaje que nos envían los textos de Platón, descodificarlo y volverlo a codificar, hacerlo irreconocible, para llegar quizás a reconocer en él el mismo deseo de unidad que nosotros mismos experimentamos. Esto equivale a decir que el hecho de que la filosofía tenga una historia, o mejor aún que sea historia, tiene un significado filosófico, ya que las soluciones de continuidad, los cortes que segmentan y que miden la reflexión filosófica y la muestran en el tiempo (precisamente como una historia), prueban exactamente que no damos con el sentido, que el esfuerzo del filósofo por reunir las partículas de sentido en el cuenco de una palabra sensata debe comenzar cada día. Husserl decía que el filósofo es un eterno principiante. Sin embargo esta discontinuidad es el testimonio contradictorio de una continuidad. El trabajo de toma y daca que tiene lugar entre filósofos significa al menos que en ambos anida el mismo deseo, la misma carencia. Cuando examinamos una filosofía, quiero decir un conjunto de palabras que forman un sistema, o, por lo menos, tienen un significado, no lo hacemos sólo para descubrir su tendón de Aquiles, la clavija mal ajustada o mal apretada sobre la que bastará dar el empujón para que el edificio se derrumbe; incluso cuando el filósofo critica el concepto del Inteligible en Platón por ejemplo y llega a la conclusión de que es ininteligible, no es que se vea empujado a ello por un cierto instinto de muerte, por un impulso irreprimible de destruir las diferencias, de incrementar la oscuridad que nos hace difícil la comunicación de Platón, de ahogar su mensaje en «el ruido y la pasión» de «una historia contada por un estúpido».
 
No, sería justamente lo contrario lo que sucedería si el instinto de muerte (ustedes saben que es una expresión que aparece en las obras de Freud) gobernase realmente las relaciones entre los filósofos; Freud explica que este impulso hacia la nada se expresa en la repetición. Quien mata efectivamente a Platón, al contenido de su palabra, es quien se identifica con Platón, quien quiere ser Platón, quien intenta repetirlo. Pero la crítica filosófica, al poner de manifiesto la no consistencia del sistema, busca su inconsistencia (en el sentido fuerte), busca desvelar una consistencia más estrecha, más tenue y más fuerte, una pertinencia mayor a la cuestión del Uno. En resumen, hay más de un filósofo, Platón precisamente, o Kant, o Husserl, que, en el transcurso de su vida, efectúa él mismo esta crítica, vuelve sobre lo que ha pensado, lo deshace y vuelve a comenzar, ofreciendo la prueba de que la verdadera unidad de su obra es el deseo que procede de la pérdida de la unidad y no la complacencia en el sistema constituido, en la unidad recobrada. Lo que es cierto de un filósofo lo es también de la serie de todos ellos; la discontinuidad que nos muestra la historia, la mezcla de lenguas que en ella intervienen, la interferencia de los argumentos sólo pueden tener para nosotros el valor tan irritante, tan decepcionante, de actos fallidos, de malentendidos, de desorden, en la medida en que las palabras que se dicen dan testimonio de un deseo común, compartido; y mientras deploramos o ridiculizamos la torre de Babel filosófica, alentamos a la vez la esperanza de una lengua absoluta, estamos a la expectativa de la unidad.
 
Esta unidad no se ha perdido, pues, definitivamente; el hecho de que haya una historia de la filosofía, es decir, una dispersión, una discontinuidad esencial a la palabra que quiere pronunciar esta unidad, prueba sin duda que no poseemos el sentido; pero que la filosofía sea historia, que el intercambio de razones y de pasiones, de argumentos entre los filósofos se lleve a cabo en una amplia escala bien determinada, en cuyo seno está sucediendo algo, quizá como en un juego de cartas o de ajedrez, eso es la prueba de que los trozos recortados por la diversidad de los individuos, de las culturas, de las épocas, de las clases, de la tela del diálogo filosófico, forman un conjunto, que hay una continuidad, que es la del deseo de la unidad. La escisión de la cual habla Hegel no ha pasado, sino que es precisamente en la actualidad permanente, absoluta, de esta escisión, en la pérdida continua de la unidad, donde la filosofía puede diversificarse, perder la continuidad. La separación de antaño es la misma de hogaño, y, puesto que antaño y hogaño no están separados, la separación puede ser su tema común. El deseo de unidad es la prueba de que esa unidad falta, pero también la unidad del deseo demuestra su presencia.
 
Nos habíamos preguntado por qué y cómo se perdió la unidad. Esta pregunta procedía de aquel interrogante: ¿por qué desear?, el cual, a su vez, era una derivación de nuestro problema: ¿por qué filosofar? Quizás ahora entendamos un poco que la cuestión de la pérdida de la unidad no es simplemente histórica, no es una cuestión a la cual el historiador puede responder completamente mediante un trabajo titulado «Los orígenes de la filosofía». Acabamos de constatar que la historia misma, y de modo especial la historia de la filosofía (pero es verdad de cualquier historia), manifiesta en su textura que la pérdida de la unidad, la escisión que separa la realidad y el sentido, no es un acontecimiento en esta historia sino, por así decir, su motivo: los criminalistas entienden por motivo aquello que impulsa a obrar, a matar o a robar; la pérdida de la unidad es el motivo de la filosofía en el sentido de que es lo que nos impulsa a filosofar; con la pérdida de la unidad, el deseo se reflexiona. Pero los musicólogos llaman también motivo al período del canto que domina toda la pieza, que le da su unidad melódica: la pérdida de la unidad domina de esta forma toda la historia de la filosofía, que es de hecho una historia.
 
Si quisiéramos pues situar en el siglo VII o bien en el V antes de nuestra era el índice histórico de un supuesto origen de la filosofía, nos expondríamos simplemente al ridículo que arrastra todo genetismo. El genetismo cree poder explicar al hijo por el padre, lo ulterior por lo anterior; pero olvida, no sin futilidad, que si es verdad que el hijo procede del padre —porque no hay hijo sin padre—, la paternidad del padre depende de la existencia del hijo y no hay padre si no hay hijo; cualquier genealogía debe leerse al revés (así es como ha llegado a la conclusión de que la criatura es el autor de su autor, que el hombre ha creado a Dios lo mismo que Dios ha creado al hombre). El origen de la filosofía está en el día de hoy. Una última observación: al decir eso, nuestra intención no es pasar una esponja sobre la historia y actuar como si no hubiese habido veinticinco siglos al menos de palabra, y palabra reflexiva, de deseo que se traduce en palabra. Lo que quiero decir es exactamente lo contrario: dar a esta historia su poder y su presencia, su “fuerza de unificación” real, tomarla en serio, equivale a comprender que su motivo, la cuestión de la unidad, no cesa de inquietarla. Porque si existe una historia (lo dijimos la semana pasada) es porque la conjunción de los hombres con ellos y con el mundo no se da de manera irreversible, porque la unidad del mundo para el espíritu, la unidad de la sociedad para sí misma, y la unidad de estas dos unidades necesitan permanentemente que sean restablecidas; la historia es la huella que deja detrás de sí la búsqueda y la espera que se abre ante ella. Pero estas dos dimensiones, la del pasado y la del futuro, sólo se pueden situar a ambos lados del presente porque éste no está aún colmado, porque encubre una ausencia en su permanente actualidad, porque no ha conseguido la unidad. Proust decía que el amor es el tiempo (y también el espacio) que se hace patente en el corazón; la unidad de la falta de unidad es lo que hace desplegar el abanico de la historia. Ustedes han comprendido que la filosofía es historia de este modo, no de manera fortuita, por añadidura, sino por su misma constitución, ya que ambas van en búsqueda del sentido.
Ya sabemos por qué es menester filosofar: porque se ha perdido la unidad y porque vivimos y pensamos en la escisión, como dice Hegel; también sabemos que esta pérdida es actual, presente, no pérdida en sí, y que no hay una unidad, por así decirlo, transtemporal de esta pérdida. Tendremos que preguntarnos qué es lo que tiene que ver el filosofar con esta pérdida única, permanente, del sentido, de la unidad, que se pierde constantemente. Lo veremos en la próxima oportunidad.


Sobre filosofía y acción
 
En la primera de las lecciones intentamos poner de manifiesto que la filosofía pertenece al deseo tanto o más que cualquier otra cosa, que no es de una naturaleza distinta a la de cualquier otra pasión “simple”, sino simplemente ese deseo, esa pasión que se curva hacia sí misma, se refleja; ese deseo, en definitiva, que se desea. En la segunda vimos que querer buscar el origen de la filosofía es una empresa algo vana, porque la carencia que soportamos, y que suscita la filosofíala pérdida de la unidad— no es algo pasado, no es antaño, sino este aquí y ahora, es decir no cesa de repetirse, que de este modo la filosofía tiene su origen en sí misma, y que por eso es historia. Si reunimos todo eso tendremos que concluir que, francamente, filosofar no sirve para nada, no conduce a nada, puesto que es un discurso que no obtiene jamás conclusiones definitivas, ya que es un deseo que se arrastra indefinidamente con su origen, un vacío que no puede llenar. Eternamente necesitado, viviendo de la palabra como de un recurso, el filósofo hace un triste papel ante sus colegas, los cuales sí que tienen cosas que enseñar. ¿Para qué sirve filosofar?, se le pregunta. El eco de un tribunal de Atenas, un día cualquiera del año 399 antes de nuestra era, responde que, efectivamente, no sirve para nada, y ese eco clama desde lejos contra el filósofo: ¡muera!
 
En nuestras naciones desarrolladas hoy ya no se mata a los filósofos, al menos dándoles de beber un buen trago de cicuta. Pero se puede matar la filosofía sin necesidad de envenenar al filósofo. Se puede impedir al filósofo estar ahí, que se halle presente con su falta en la sociedad, que se dirija por ejemplo al responsable del culto y le pregunte inocentemente qué es la piedad, como hacía Sócrates. Se le puede impedir al filósofo hacer eso, se le puede relegar a cualquier lugar, aparte, de tal forma que su vacío no haga demasiado ruido, demasiada discordancia en la rica melodía del desarrollo. En definitiva, el filósofo interpretará el mundo que está fuera, en el umbral: eso no molesta a nadie. Incluso de vez en cuando pueden salir de este rumiar enclaustrado una o dos “ideas”, ideas que pueden ser utilizables si hubiera técnicos hábiles y pacientes que lograran interpretarlas como instrumentos para transformar las cosas y sobre todo los hombres. La última, la undécima tesis sobre Feuerbach, escrita por el joven Marx hacia 1845, dice: “Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de distintas maneras; se trata de transformarlo”. Yo creo que tenemos en esta tesis de Marx un buen punto de partida para reflexionar sobre la amplitud real de la impotencia, de la incapacidad, de la ineficacia de la filosofía. Pese al carácter perentorio de la fórmula del joven Marx, veremos que las cosas no son tan simples, que no están a un lado los que hablan y a otro los que obran.
 
El decir transforma lo que se dice; y, por otra parte, que no se puede obrar sin conocer lo que se quiere hacer, esto es, sin decirlo, sin discutirlo, con uno mismo o con los demás. Eso conlleva dos razones para restablecer el contacto entre la filosofía y la acción, pero profundicemos un poco más esta invasión recíproca del decir y del hacer.  Hay en el marxismo una crítica aparentemente decisiva, radical de la filosofía. El carácter radical de esta crítica resulta precisamente del hecho de que Marx da a la filosofía su plena dimensión, tomándola completamente en serio, y no contentándose con mandarla a paseo por incontinencia verbal. Marx no sólo muestra que la filosofía es una reflexión separada de la realidad, poseedora de una existencia espiritual escindida de la existencia a secas, como acabamos de decir, sino que muestra además que esta reflexión aparte está habitada de manera inconsciente por la realidad, por la existencia y por los problemas del hombre real, por la problemática social real. Lo que el marxismo llama ideología (y la filosofía se halla en primera clase de la ideología) no es simplemente una representación autónoma de la realidad: el filósofo, el pensador, estaría en su rincón, delirando solo y, en definitiva, la humanidad arrastraría consigo a través de su historia, sin provecho alguno, pero también sin gran perjuicio, esos locos charlatanes que serían los filósofos. No, Marx no ha menospreciado de ese modo la lección de Hegel, no ha olvidado que el contenido de una posición falsa no es falso en sí mismo, sino sólo si se lo aísla, si se lo toma como absoluto, y que si, por el contrario, se toma junto con aquello de donde se separó, ese contenido se presenta como un momento, como un elemento de la verdad en marcha.
 
De este modo, incluso una falsa conciencia, incluso una ideología como la reflexión filosófica, aparentemente la más refinada, tiene su razón, es decir, hunde sus raíces, por su misma problemática, en esa realidad con la cual su cima, su culminación parece desconectarse por completo. Si, por ejemplo, desde la filosofía de Descartes hasta la de Kant, la libertad aparece como un tema cada vez más central para la concepción del hombre y del mundo, como un concepto cada vez más decisivo en la teoría, es porque en la práctica se está fraguando, creciendo una corriente que sumergirá a Europa con la Revolución francesa y después de ella; es porque un nuevo mundo social y humano está en gestación dentro del antiguo que le impide expansionarse y porque encuentra en la problemática filosófica de la libertad una expresión posible de su propio deseo. No una expresión preparada desde siempre (por ejemplo, la libertad no es un tema predominante en la filosofía griega), sino más bien una especie de receptáculo ideológico en el que esta corriente, este nuevo mundo, podrá descansar, depositar sus aspiraciones. Y mientras la corriente sea oprimida en la realidad, mientras un deseo real no pueda manifestarse, no pueda, es decir, no tenga el poder, el poder de organizar los hombres y las cosas según él mismo, ese deseo, esa corriente se expresa de otra forma, se disfraza, juega al poder en otro ámbito de la realidad. Ahí tenemos la ideología, la filosofía. 

Esta concepción, digámoslo de paso, está muy cerca de la de Freud en cuanto a la situación que atribuye a lo falso, a lo mitificado. Para Freud, al menos en un primer contacto (y quizá superficialmente), es también el conflicto de la libido, de los impulsos, con los datos de la realidad —en particular el conflicto de la tendencia del niño a ver a la madre como protección, como seguridad absoluta, como respuesta a todo, con la prohibición de conservarla para sí, de hacerla su esposa aunque sólo fuera de manera imaginaria— el que suscita precisamente estas «ideologías» en el sentido analítico que se da a los fantasmas del sueño, de la neurosis, o incluso de la sublimación. Aquí es donde la crítica marxista de la filosofía adquiere toda su profundidad. La filosofía no es falsa como lo es el juicio que manifiesta que la pared es verde cuando en realidad es roja. Es falsa en cuanto que traslada a otro mundo el mundo «metafísico», en tanto que sublima, como diría Freud, lo que pertenece a éste y solamente a éste. 

Es cierto pues que hay una verdad de la ideología que responde a una problemática real que es la de su tiempo, pero su falsedad consiste en que la respuesta a esa problemática, la manera misma en que informa, en que plantea los problemas del hombre real, sale fuera del mundo real y no conduce a resolverlos. Se puede decir que esta caracterización de la filosofía es una crítica radical, porque implica que, en definitiva, no existe dimensión específicamente filosófica, ya que las cuestiones filosóficas no son cuestiones filosóficas sino cuestiones reales transcritas, codificadas en otro lenguaje, mistificado y mistificador por el hecho de ser otro. La realidad de la filosofía procede solamente de la irrealidad de la realidad por así decir; procede de la carencia que experimenta la realidad, procede de eso que el deseo de otra cosa, de otra organización de las relaciones entre los hombres, que se gesta en la sociedad, no consigue liberar de las viejas formas sociales. Debido, pues, a que el mundo humano real tiene una carencia, a que hay en él deseo (para Marx ese mundo humano es a la vez el mundo individual y el mundo interindividual, social), la filosofía puede construir en esa carencia un mundo no-humano, metafísico, un allende, un más allá. Ven ustedes que Marx no hace trampas con la filosofía, la toma en su cualidad más profunda, la del deseo, y la muestra como hija del deseo. Pero él pone a la vez de manifiesto, a causa de su misma situación, la impotencia esencial de esta filosofía. Tomada bajo el ángulo de Marx, la filosofía va en busca de su fin: quisiera dar por medio de la palabra una respuesta definitiva a la cuestión de esa carencia que se halla en su mismo origen. (Observen de paso que esta apreciación de la filosofía como un presunto discurso total, suficiente, procede de la influencia de Hegel sobre Marx: Hegel decía que lo Verdadero es el Todo, que lo Absoluto es esencialmente Resultado, es decir, que sólo al final es lo que es de hecho.) Para Marx, lo mismo que para Hegel, la filosofía busca la muerte de la filosofía, he ahí su verdadera pasión. Esta muerte significaría, en efecto, que ya no hace falta filosofar; y si ya no hiciera falta filosofar, eso querría decir que la carencia que constituye la base de esa necesidad de filosofar, el deseo, se habría colmado. Pero precisamente la filosofía, entendida como ideología en el sentido de Marx, es incapaz de ponerse fin a sí misma, de poner un término a sus días, porque su existencia depende de esa carencia que existe en la realidad humana, porque se apoya en esa carencia para intentar colmarla mediante la palabra, y porque la palabra filosófica, por ser filosófica, es decir ideológica, es decir alienada, no puede colmar la carencia real, ya que habla al margen, más allá, en otra parte. Es como buscar la solución a los problemas que encuentra un individuo en la realidad mediante la elaboración de un sueño coherente.
 
El “ahora se trata de transformar el mundo” significa, pues, que hay que modificar la realidad, cambiar la vida de tal forma que ya no haya que soñar, quiero decir filosofar, que debemos tomar posesión de nosotros mismos no en este mundo separado y desequilibrado del sueño nocturno, sino a la luz del día, en ese mundo que todos nosotros tenemos en común, cuando tenemos los ojos abiertos y la mirada nueva o inocente, cuan- do estamos en pie. ¿Y qué puede el filósofo en relación a esa exigencia realista, él que yace en la oscuridad de un allende?  

Pero volvamos ahora con el mismo Marx y con toda la historia del mundo desde hace un siglo, historia tan profundamente marcada por el marxismo, hacia esta acción a la luz del día que él nos propone, hacia esta «transformación del mundo», a la que apela con la impaciencia y la cólera de aquello que no puede esperar, la undécima tesis sobre Feuerbach. Lo primero que hay que decir, evidente para un marxista pero que vale la pena subrayar, es que la práctica, la acción de transformar la realidad, no es una actividad cualquiera: no toda actividad transforma realmente su objeto. Hay falsas actividades —las aparentemente eficaces— que obtienen un resultado inmediato, pero que no transforman realmente las cosas. Un político en el sentido corriente, un dirigente en el sentido ordinario, que tiene una agenda llena hasta los topes de entrevistas, que tiene cuatro teléfonos sobre el escritorio y dicta tres cartas a la vez, que por su elocuencia hace vibrar salas abarrotadas, que tiene bajo sus órdenes a 20.000 personas, no es alguien que necesariamente transforme la realidad. Puede ser simplemente alguien que mantiene, que conserva las cosas, las relaciones entre los hombres, en su estado anterior, o bien que las desarrolla o las ayuda a desarrollarse procurando que no haya roces, es decir sin aceptar en el fondo que ese desarrollo transforma realmente lo que se desarrolla (como si una madre quisiera que su hijo se desarrollara, pero sin permitirle no obstante que se haga un adulto so pretexto de que ya no sería su niño, un niño como al principio).
 
Las actividades de este género, ya sean conservadoras o reformistas, están alejadas por igual de una acción transformadora. Una acción transformadora, en el sentido en que lo toma la fórmula de Marx (vista bajo el ángulo desde el que hemos abordado este problema, que es el de la relación entre la filosofía y la acción), consiste en destruir o en contribuir a destruir lo que hace posible la falsa conciencia, la filosofía, la ideología en general, en colmar prácticamente la carencia en la que tiene su origen la desorientación ideológica. Dicho esto, ¿en qué consiste tal transformación? Se comprende ahora hasta qué punto para Marx (y para nosotros que tenemos sobre él la ventaja irreversible de un siglo de práctica suplementaria, de práctica que se quería marxista) la acción no es un asunto sencillo, una simple operación. Transformar el mundo no significa hacer cualquier cosa. Si hay que transformar el mundo es porque hay en él una aspiración a otra cosa, es porque lo que le falta ya está ahí, es porque su propia ausencia está presente ante él. Y eso es lo único que significa la famosa frase: «La humanidad sólo se plantea los problemas que está en condiciones de resolver». Si no hubiera en la realidad lo que los marxistas llaman tendencias, no habría transformación posible y, como decíamos el otro día hablando de la palabra, todo estaría permitido, se podría no solamente decir sino hacer cualquier cosa. Si hay que transformar el mundo es porque él mismo ya se está transformando. En el presente hay algo que anuncia, que anticipa y que llama al futuro. La humanidad en un momento dado no es sencillamente lo que aparenta ser, lo que una buena encuesta psicosocial podría fotografiar (por eso es por lo que esta clase de encuestas del tipo fotografía es siempre decepcionante, por la pobreza de los clichés a los que da lugar), la humanidad es también lo que aún no es, lo que de manera confusa intenta ser. Para emplear otra terminología, la que utilizábamos en la última lección, digamos que ya existe un sentido que ronda por las cosas, por las relaciones entre los hombres, y que transformar realmente el mundo es liberar ese sentido, darle pleno poder. Es visible ahora la profunda analogía que hay entre hablar y hacer. Se ha dicho que el hablar recogía y elevaba al discurso articulado un significado latente, silencioso, “envuelto —como dice Merleau Ponty— en la vaguedad de la comunicación muda”. Y se ha dicho también que es este significado, a la vez presente y ausente, el que dota a esta transcripción que es la palabra no sólo de plena responsabilidad, de riesgo de errar, sino también de la posibilidad de ser verdadera. Ahora bien, este mismo problema es el que se le plantea a la acción, es decir, a la transformación del mundo: ¿cuál es el sentido latente en la realidad, cuál es la aspiración, el deseo? y ¿cómo expresarlo para que pueda actuar, es decir, para que tenga el poder?
 
La acción transformadora no puede dejar de ser una «teoría» en el verdadero sentido de la palabra, es decir, una palabra que se arriesga a decir «he ahí lo que pasa, he ahí adonde conduce eso», y por este solo hecho comienza a organizar al menos en el discurso este Eso; una palabra que desea realmente el deseo de la realidad, o que desea con el mismo deseo que la realidad. “No basta —decía Marx— con que el pensamiento busque la realización, es menester además que la realidad busque al pensamiento”. El pensamiento y la palabra solamente pueden ser verdaderos si la realidad viene al pensamiento, si el mundo viene a la palabra. 

Vemos, pues, que la acción, entendida como transformación del mundo (la única merecedora de ese nombre), supone —y ahí estriba su garantía potencial— ese poder paradójico de pasividad del que hablaba Keats en la carta que leíamos el otro día. Hay que recibir para poder dar, hay que oír para poder decir, hay que recoger para poder transformar, y quizá no fuera una casualidad el que los griegos tuvieran la misma palabra para designar la acción de recoger y la de decir.
 
«Lanzándose a la acción» como suele decirse, no se libra uno —incluso menos que nunca— de esta necesidad, de esta ley de la deuda, como decía Heráclito, que hace de la acción y de la palabra, de mi relación con otro, de mi existencia corporal, un intercambio. Es menester la ceguera propia de nuestro tiempo, la temible falsificación del sentido mismo del obrar, para confundir, como lo hace nuestra civilización, la acción y la manipulación, la acción y la conquista. Marx sabía —aunque sus sucesores oficiales lo han olvidado por completo en la realidad, incluso si las palabras de Marx están aún en sus labios— que hacer es también dejarse hacer, y que esta pasividad requiere la mayor energía.
 
Llegados a este punto del análisis, y sin haber abandonado ni un ápice la crítica marxista de la filosofía, podemos plantear la cuestión de la acción, de la transformación del mundo, tal como ella se plantea efectivamente: ¿cómo saber que la lectura que vamos a dar de la realidad es correcta; que la aspiración, la tendencia en la que vamos a apoyar nuestro trabajo transformador, es realmente la aspiración, la tendencia que preocupa efectivamente al mundo? Tras la crítica de la ideología, debe quedar claro que para el marxismo no hay tablas de la ley, ninguna revelación. No podemos creer en una palabra ya hablada en otra parte, en una ley establecida en el más allá y que llegaría del fondo de las cosas. (A fin de cuentas no lo hay para nadie, lo dijimos el otro día, y eso es lo que piensa Marx: porque el cristiano mismo tiene que reinventar la Ley que cree escrita desde siempre, tiene que volver a escribirla, o más bien escribirla él mismo, en sus elecciones cotidianas, en sus relaciones con los demás y consigo mismo, en lo que cree tener que aceptar y en lo que cree tener que rechazar; los cristianos, como ellos mismos me podrán confirmar, no se verán menos obligados que los demás a discutir, a establecer acuerdos, a reunir consejos o concilios —aunque la absoluta trascendencia de la ley no se viva como tal, no se pueda vivir en sentido estricto, no sea «visible»—.)
 
Eso quiere decir que en el campo de la historia y de la sociedad, en el ámbito de las relaciones entre los hombres tomados en su devenir, no hay una ley escrita que determine el sentido de la historia y el de la sociedad; eso quiere decir que hay que abandonar la idea que ha dominado y sigue dominando a la filosofía de la historia y de la acción, una idea metafísica precisamente. La idea de que todo ese desorden de las sociedades que se desarrollan sobre posiciones y a ritmos diferentes, de que el conflicto, la lucha entre las cla- ses sociales, de que todo eso conduce a la revolución como vía de solución, de que todo eso va hacia su fin como el río va a la mar. No se puede esgrimir un sentido de la historia del que uno se creería poseedor, propietario, para descodificar el orden aparente y hacer aparecer el orden real, en definitiva para hacer una política, infalible.

No hay política infalible. Nada se adquiere. De esa falibilidad de la acción el marxismo nos da al menos una buena razón, sobre la que hay que reflexionar, razón que nos aproxima a las relaciones entre filosofía y acción. He aquí esa razón: si es verdad que el mundo pide ser transformado es porque hay un sentido en la realidad que pide acontecer; pero si es verdad que ese sentido pide acontecer, es que su advenimiento se ve impedido de alguna forma.  

Estamos siempre en lo cierto porque el sentido latente de las cosas, del mundo que nos circunda, entre nosotros y en nosotros, se apoya en la palabra, sostiene y guía el sentido que se articula; pero no estamos en lo cierto porque una separación mantiene la realidad total más allá de lo que nosotros podemos decir al respecto, más allá de nuestra «conciencia». Pensar, desde el punto de vista de la acción —aunque es cierto de cualquier forma—, no es entrar en lo ya pensado, no es entrar en una articulación ya establecida, es ante todo luchar contra lo que separa (hoy, en el mundo en que nos hallamos) el significado del significante, contra todo lo que impide al deseo tomar la palabra y con la palabra el poder.
 
Pero nos preguntábamos si sirve de algo filosofar, ya que la filosofía, según su propio testimonio, no encierra historial alguno, no concluye ningún sistema y, rigurosamente hablando, no conduce a nada. He aquí una respuesta: no se librarán ustedes del deseo, de la ley de la presencia- ausencia, de la ley de la deuda, no encontrarán refugio alguno, ni siquiera en la acción, porque ésta, lejos de ser un refugio, les expondrá más abiertamente que cualquier meditación a la responsabilidad de decir lo que hay que decir y hacer (es decir, anotar), a la responsabilidad de oír y transcribir, por su cuenta y riesgo, el significado latente del mundo «sobre el cual», como suele decirse, quieren ustedes actuar. No pueden transformar este mundo si no es comprendiéndolo, y la filosofía puede parecer un adorno anquilosado, un pasatiempo de señorita de buena familia (porque no hace aviones supersónicos o porque trabaja en casa y no interesa casi a nadie); la filosofía puede ser todo eso y lo es realmente: pero es o puede ser también ese momento en que el deseo que está en la realidad viene a sí mismo, ese momento en que la carencia que padecemos en cuanto individuos o en cuanto colectividad se nombra y al nombrarse se transforma.
 
¿Terminaremos algún día —dirán ustedes— de experimentar esa carencia? ¿Nos dice la filosofía cuándo y cómo podemos acabar con ella? O bien, si ella sabe —como hoy parece saberlo— que esa carencia es nuestra ley, que toda presencia se da sobre un fondo de ausencia, ¿no sería lo más legítimo y razonable abandonar toda esperanza, volverse un estúpido? Pero tampoco encontrarán ustedes refugio en la estupidez, porque no es estúpido el que quiere: tendrían que eliminar la comunicación y el intercambio, tendrían que llegar al silencio absoluto. Pero no existe el silencio absoluto precisamente porque el mundo habla, aunque sea de una manera confusa, y porque ustedes mismos continuarían al menos soñando, lo cual ya es mucho cuando no se quiere oír nada. He aquí, pues, por qué filosofar: porque existe el deseo, porque hay ausencia en la presencia, muerte en lo vivo; y porque tenemos capacidad para articular lo que aún no lo está; y también porque existe la alienación, la pérdida de lo que se creía conseguido y la escisión entre lo hecho y el hacer, entre lo dicho y el decir; y finalmente porque no podemos evitar esto: atestiguar la presencia de la falta con la palabra.
 
En verdad, ¿cómo no filosofar?.

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